No es solo el clima es lo que está cambiando

Estas semanas han estado repletas de hechos, muchos de ellos dolorosos. Cuando aún no terminaba de asimilarse el primero, otro horrendo suceso desviaba nuestra atención hacia otra dirección.

Primero los actos terroristas en Irak y Bangladesh, que produjeron la muerte de cientos de personas inocentes, en su mayoría musulmanes. En occidente estamos acostumbrados a lamentar y escribir sobre los atentados que causan daño a los occidentales, pero muy pocas veces expresamos nuestra solidaridad cuando las víctimas son árabes, o creyentes del Islam. Quizás nuestro silencio se deba, en parte, a que no escuchamos voces de condena de parte de las autoridades religiosas de los musulmanes, denunciando a los fanáticos que provocan todas estas muertes. Esperamos, por lo menos, que se pronuncien públicamente rechazando la interpretación sesgada que los grupos violentos hacen del Corán, ,justificando asesinatos bajo el pretexto de una "guerra santa”. O tal vez nuestro silencio se deba a que consideramos que la naturaleza fratricida del enfrentamiento entre chiitas y sunitas no pertenece al ámbito de Occidente, como si se tratara de un asunto privado que debe ser resuelto y atendido solo "entre ellos". Pero es irresponsable que desestimemos lo que es evidente: estos asesinatos, cualquiera que sea el motivo de ellos, han sido perpetrados contra seres humanos.

Mujeres, hombres, heterosexuales, homosexuales, policías, civiles, árabes europeos, americanos, africanos, asiáticos, latinos, bengalíes, iraquíes, sirios, musulmanes , kurdos, chiitas, sunitas, judíos, católicos, ateos, protestantes, todos son seres humanos que pierden sus vidas por la violencia. Sería prudente analizar cuál es la razón de ello, pues es claro que algo está alterando el balance, en distintas sociedades del mundo.

En otras épocas, la humanidad rechazó la utilización de la violencia indiscriminada, dirigida a la población civil que se agrupa en los centros urbanos. En Estados Unidos, hace casi 50 años, el 1 de Agosto de 1966, Charles Whitman mató a catorce personas e hirió a otras 30, disparando desde el campanario de una Torre en la Universidad de Texas. El episodio provocó reacciones de total espanto e incredulidad, por parte de una sociedad que no había experimentado tal tipo de experiencias a nivel doméstico. Hoy, en dos semanas, el número de muertos y heridos por la violencia internacional y nacional ha rebasado con creces nuestra capacidad para la indiferencia hacia el dolor ajeno. Mas allá de la discusión de si estos sucesos son producto de odios religiosos, o motivados por extremismos políticos, es evidente que algo está cambiando en nuestras conductas sociales a nivel mundial. Estos no son episodios aislados, aunque ocurran en distintas áreas geográficas y envuelvan a distintos grupos étnicos. Por el contrario, parecen representar una nueva y preocupante manera de resolver conflictos, o de expresar antipatías, rechazos o malestares personales. ¿Cómo y cuando ocurrió este cambio? ¿Qué lo produjo y que lo sostiene?

Si estudiamos con cuidado el asunto, nos damos cuenta que no se trata solo del discutido aspecto de la proliferación de armas y el fácil acceso a su uso. Hay algo más, y en la búsqueda del motivo, evitemos el error de racionalizar lo inaceptable. Los policías blancos que recientemente han matado a ciudadanos afro-americanos, la mayoría de ellos desarmados, demostraron una evidente incapacidad y/o desprecio hacia las normas reglamentarias que rigen el ejercicio de su trabajo. Y la reacción del ex-infante de marina afro-americano que, en represalia por esas acciones, mató a cinco policías blancos, tampoco puede aceptarse, o justificarse como racional. Aquí es donde radica el peligro mayor, al corto plazo. No es aceptable el considerar que, "en algunos casos", es comprensible el simpatizar con los protagonistas del acto violento, reemplazar a la razón y reaccionar en función de una identificación creada por nuestras

frustraciones. No debemos aceptar argumentos que apoyen o pretendan obviar las consecuencias negativas del acto antisocial. En el caso de los asesinatos en Orlando, Florida, por ejemplo, ningún homosexual ha salido a la calle a matar a personas de origen afgano como protesta. Nadie, en su sano juicio, consideraría como justa esa reacción. Las familias de las víctimas, blancos y afro-americanos, hoy hermanadas en su dolor, se opondrían por supuesto a tal interpretación.

Aun así, no veo que se atienda el evidente colapso de los frenos que la domesticación social ha creado, para manejar nuestras naturales tendencias de retribución hacia terceros y de egoísmo anti-solidario. Para algunos, la reacción del ex-marine es comprensible como respuesta a los excesos de la policía contra ciudadanos afroamericanos. Para algunos, la solidaridad que sienten hacia las víctimas afroamericanas y sus familias no es complementada por iguales sentimientos de consideración al dolor de las otras familias, la de los policías blancos asesinados.

Le acredito la falla inmediata por esta ausencia de sensibilidad, a la falta de liderazgo social, especialmente la de la estructura política, que es quizás la más responsable por el deterioro institucional. El desplome de la credibilidad política encuentra este año de elección en los Estados Unidos, su máxima expresión. Nunca antes en la historia republicana de ese país, se había presentado a la consideración nacional dos candidatos a la presidencia, con tan bajos índices de popularidad y tan alto factor de rechazo, en cuanto al grado de antipatía popular que producen. En el caso de Hillary Clinton, la más racional de las dos posibilidades, su discurso presenta el atractivo distante de una razón cansada, el eco de una explicación que sabemos cierta pero que no convence por no despertar en el alma afecto, o confianza. Donald Trump, que no posee la dignidad de un pestillo, utiliza un lenguaje que le sirve para conectarse con los peores ángeles del temperamento nacional estadounidense, y se monta sobre los odios y temores que estimula la ignorancia, para catapultarse a la presidencia. Ninguno de los dos posee la capacidad de llegar al corazón de un pueblo en crisis, como lo hizo Franklin D. Roosevelt durante el desplome financiero de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.

El presidente Obama, de una inteligencia poco vista y de un poder oratorio impresionante, encuentra la dificultad de que, por su raza, sus argumentos y razones puedan ser considerados algunas veces como demasiado, otras como muy poco, dependiendo del grupo étnico que los evalúe. Sin embargo, definió el asunto correctamente al explicar que el reciente hecho no debe ser juzgado desde un punto de vista eminentemente racial.

El sistema administrativo parece haber colapsado en ciertas áreas de la administración de justicia y es allí a donde debe dirigirse la atención: a la corrección de los parámetros que han permitido la proliferación de respuestas inadecuadas por parte de la policía y a definir mejor las sanciones correspondientes por tales violaciones al derecho civil de la población, en especial al sector afro-americano o al sector de los latinos, donde se sufre el mayor efecto de estos desmanes. No podemos tampoco ignorar las raíces del problema, una de las cuales es el antecedente racista.

Si el problema de los chiitas y los sunitas es milenario, el de las políticas segregacionistas en Estados Unidos tiene un cuño reciente y requerirá aun de varias generaciones para ser superado, a pesar de los evidentes progresos registrados. La experiencia demuestra que resulta imposible reconciliar diferencias religiosas. El trabajo debe apuntar a fomentar la tolerancia que permita compartir una misma área existencial, sin exigir como condición la extinción de la diversidad que distingue a la sociedad moderna.

Hoy, cada uno de nosotros debe convertirse en un líder y promover cosas tan simples como la necesidad de tolerar puntos de vista aunque no los compartamos. Debemos apelar a los mejores ángeles de nuestro carácter, trabajar y mantenernos vigilantes para evitar que los frutos de la irracionalidad alimenten lo que puede resultar perjudicial para el futuro colectivo y la supervivencia de este precario balance organizativo que denominamos sociedad.

La respuesta no está en los astros.

Como siempre, radica y dependerá para su ejercicio de la fuerza de nuestro espíritu.

 

Rubén Blades
9 de Julio, 2016

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