Noriega

Este lunes 29 de mayo, ha ocurrido la desaparición física de Manuel Antonio Noriega. Sin embargo será difícil que desaparezcan las huellas de su avasalladora presencia en la historia de Panamá, porque su voluntad produjo, de manera directa o indirecta, consecuencias individuales y colectivas que marcaron al país y a sus habitantes de forma trágicamente indeleble.

Entre las múltiples y complejas causas que motivaron la invasión de los Estados Unidos en 1989, se encuentran los desaciertos históricos producidos durante el periodo de su dictadura y desgobierno. Es por ello que el evento de la invasión ocupa la atención sobre los actos de este hombre, más que cualquier otro episodio de su existencia. Pero lo cierto es que las decisiones y las acciones de Noriega, mucho antes, produjeron efectos devastadores para la vida de muchas familias panameñas, incluida la mía. Eso hace difícil, si no imposible, olvidar o disculpar sus actuaciones.

En Panamá, las verdades históricas resultan escurridizas y difíciles de precisar, porque normalmente se nos presentan los hechos desde perspectivas superficiales, subjetivas, o desde la selectividad en la memoria de los cronistas. Y cuando se trata de hechos históricos complejos, como los que instalaron a Noriega en el poder y las consecuencias de ello, necesitamos investigaciones rigurosas y análisis profundos para que podamos comprender y aprender de sus efectos. En estos casos, pareciera que una amnesia voluntaria extirpa de la conciencia nacional la necesidad de enfrentar los hechos precisos. Cualquier explicación perentoria nos resulta satisfactoria y suficiente para continuar el rumbo de nuestras vidas, mientras rehuimos la confrontación con el inconveniente testigo que resulta ser el pasado, nuestro propio pasado.
Manuel Antonio Noriega no llegó al poder en solitario, tampoco fue el creador de la dictadura militar. Fue una de las consecuencias de una intrincada madeja de acontecimientos en los que participaron muchos, antes y después del golpe militar del 68. Y esa dictadura fue también la consecuencia de otros hechos políticos ocurridos mucho antes, con otros protagonistas. Las sociedades tienden a ignorar los antecedentes de los hechos, tal vez con la intención de minimizar el nivel de responsabilidad, de esa misma sociedad, en las consecuencias. Noriega no se hizo solo, y aunque insistimos en considerarlo como una aberración, esa simple apreciación no explica la razón de su existencia y desarrollo.

En Panamá la historia política siempre estuvo plagada de “arreglos convenientes” y “alianzas para el poder” y Noriega entendió esa particular característica, utilizándola para sus propósitos. Su lema "plata para el amigo, plomo para el enemigo" simplifica con singular claridad la realidad de la política nacional, expresada de una manera vulgarmente honesta. Para una sociedad convencida de la venalidad del servidor público, aunque no sea necesariamente cierta tal descripción, Noriega representó el desenmascaramiento de la mediocridad oficial, al terminar de decapitar el poder “rabiblanco” para reemplazarlo por el poder ‘mestizo”.

El solo temor hacia Noriega y lo que pudiera hacer, cambió la realidad de muchos panameños. En mi caso, el temor de mi madre de que pudiera atentar contra la vida de mi padre, por acusaciones infundadas, provocó que toda mi familia se exiliara. Partieron hacia Estados Unidos, yo me quedé en Panamá con el propósito de terminar mi tesis universitaria y de graduarme. Cumplidos los trámites necesarios, salí de Panamá hacia Florida, donde estaba mi familia. Muchos piensan que me fui de Panamá para ser músico. En realidad, me fui de Panamá porque Noriega forzó a mi familia a salir del país. Y de cualquier manera, me parecía contradictorio ser abogado bajo una dictadura. Igual que otros, sufrí la terrible ansiedad y el vacío que produce el exilio, abandonar a los amigos, el barrio, la rutina y el futuro.

Hoy con la muerte del dictador Noriega, no pude dejar de reflexionar sobre esos tiempos y pensar: este hombre precipitó mi llegada al mundo de la música profesional. El comentario suena irónico, casi superficial. Pero como todo lo que tiene que ver con Panamá y sus cosas, dentro de la aparente frivolidad se esconde una considerable dosis de verdad. Porque de otra manera tal vez hoy estaría ejerciendo la abogacía. Noriega ha muerto y no siento odio hacia él, a pesar de la indiscutible maldad de sus actos, el daño que le hizo a nuestra Patria y de su total ausencia de escrúpulos. Quisiera creer que este sentimiento es el producto de la madurez espiritual. Pero me inclino, con implacable honestidad, a creer que es la consecuencia de comprender mejor la conveniente esquizofrenia cívica en que hemos vivido, por generaciones.

Esa misma esquizofrenia que nos hace aceptar la inmoralidad cuando sus efectos nos convienen, que nos hace elegir y reelegir a los corruptos y no a los honestos, que nos lleva a creer que el problema siempre es producto de la acción, o de la culpa, o de la irresponsabilidad de otro. En medio de esta realidad, el deceso de un dictador como Manuel Antonio Noriega concluye apenas el capítulo de un libro cuya trama continúa escribiéndose.

Se fue el "Man" pero nos deja, como legado borgeano, una historia y un argumento que nos refleja constantemente hacia el pasado, como un espejo.

Rubén Blades
30 de Mayo, 2017.

 



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