Lección de vida

(Columna de Opinión, publicada en el Diario el Tiempo de Bogotá, Colombia, el 12 de febrero de 2011)

La muerte, de la cual solo algunos políticos han regresado, no editorializa.

Por lo general, con la muerte termina nuestro aporte o el despelote que armamos en vida. La muerte, de la cual solo algunos políticos han regresado, no editorializa.

Mas, en algunos casos, el fin de otra persona nos sirve para empezar a entender cosas.

Leyendo la página de obituarios que diariamente publica The New York Times, encontré un ejemplo proporcionado por un señor de nombre Tsumotu Yamaguchi, de 93 años.

Ingeniero de profesión, fue enviado por su jefe a una ciudad cercana, en un viaje de negocios. Camino a su cita, un resplandor incandescente lo cegó y, segundos después, se desencadenan los efectos de la primera bomba atómica utilizada en el mundo contra seres humanos, en Hiroshima (Japón), el 6 de agosto de 1945. Aunque más de 80.000 personas murieron incineradas, el señor Yamaguchi sobrevivió a sus quemaduras parciales y a la ruptura de sus tímpanos. Pasó la noche en un refugio improvisado, donde fue atendido, y al siguiente día, deseoso de volver a su familia, emprendió el regreso a su pueblo.

Luego de la alegría de reencontrarse con sus seres queridos, el ingeniero Yamaguchi se apersonó de su trabajo, ese 9 de agosto, para explicar a su jefe el resultado de su fallido viaje.

Allí, mientras narraba su horrenda experiencia, Yamaguchi volvió a ver la misma luz incandescente a través de la ventana de la oficina. La segunda bomba atómica acababa de ser lanzada, esta vez en su pueblo, Nagasaki.

Setenta mil personas murieron, pero Yamaguchi, aunque herido, no sucumbió.

Cuando leí la historia, mi primera reacción fue una sonrisa. Siendo caribeños, el tema de la 'salazón' de cierta gente nos resulta harto familiar y nunca cesa de producir hilaridad, aunque de la desgracia ajena se trate.

Pero inmediatamente se me acumularon otras consideraciones, más allá de la imposible coincidencia de esas fechas, del testimonio de un 'Niju Hibaku', el único humano reconocido oficialmente en el mundo como sobreviviente de las DOS bombas atómicas lanzadas en el mundo durante la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué sobrevivió Yamaguchi y no el resto? ¿Por qué le correspondió experimentar ese horror, no una sino dos veces? ¿Cómo es posible que haya vivido hasta los 93 años?

Ninguna de las interrogantes las puedo responder con propiedad.

Lo que me queda de su deceso, como una lección de vida, es que no existe una respuesta definitiva para todo, que jamás podremos explicar, explicarnos, todo. Que quizás resulta inútil, e innecesario, el tratar de entenderlo todo.

Se puede argumentar, exprimiendo hasta la última gota de racionalidad, que las bombas explotaron a distancias que permitieron el necesario perímetro de separación, capaz de proteger a los que en él se encontraban. Podemos especular que las corrientes de aire provocadas por la explosión fueron atenuadas por edificios o inversiones atmosféricas, o desviadas hacia otros sectores. Se pueden crear todo tipo de consideraciones ad nauseam, pero, al final, creo que llegaremos a la eterna y caribeña resolución de que al tipo no le tocaba morir ese día, y punto. Una explicación que, sin razón, resuelve.

El asunto es que el señor Yamaguchi sobrevive, se convierte en maestro de escuela y termina regresando como ingeniero a la compañía Mitsubishi.

Después de leerlo, recorté el obituario y lo pegué en la pared del cuarto que utilizó como oficina. Pasó el tiempo, terminé mi servicio público y regresé al cine y a la música.

Hoy, cada vez que comienzo a quejarme de pendejadas, a ser impaciente con otros, o a no entender las oportunidades que sobre mí se acumulan todos los días, cada vez que se me olvida esa enorme bendición que es la salud, levanto los ojos y encuentro la foto del señor Yamaguchi, con su impasible orientalidad examinándome, como preguntándose: "¿Y de qué carajo te quejas tú? A mí me tiraron dos bombas atómicas".

Me sonrío otra vez, agradezco la lección de vida que me dio su muerte y recuerdo el otro punto que me impresionó de su historia. Hay que ser japonés para, después de sobrevivir a una bomba atómica, aparecerse en la oficina del jefe a explicar por qué no funcionó el viaje. O por lo menos suizo.

Esa actitud profesional, en nuestro Caribe, resulta más difícil de creer que lo de las dos bombas.

 

Rubén Blades
12 de febrero, 2011

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